jueves, 4 de agosto de 2011

Me plantó.

Tres y treinta y pico de la tarde. La esperé cinco minutos y no llegó. Le di cinco minutos; me di cinco minutos y huí.
Estoy a la vuelta de la esquina, no sé qué espero (porque se las respuestas caídas del cielo no llegarán); la espero a ella, a ver si con ella llegan las respuestas. No se cuales respuestas, no se respuestas a qué pero espero que lleguen.
El miedo es más fuerte que las ganas de ir y que el viento del que me refugio en esta esquina, sin embargo no me he ido, algo muy adentro de mí no se quiere ir, debe ser lo mismo que se aferra a ella como a un salvavidas, como si mis problemas tuvieran algo que ver con ella. Como si alguien más pudiera solucionar mis problemas conmigo mismo, como si mis problemas no fueran yo mismo.
No sé qué hacer. No sé si seguir esperando, no sé si ella me vaya a decir lo que quiero oír.
Tengo miedo, de lo que le vaya a decir, de lo que no le vaya a decir, de lo que ella me vaya o no a decir.
Tengo miedo de agotar ese último único recurso que me queda. Tengo miedo de no ver la vida jamás.
¿Qué le voy a decir? ¿Qué no lo quiero perder? ¿Qué lo amo? ¿Qué no soy normal? (estoy seguro que para ese entonces ya o habrá notado) ¿Qué tengo vergüenza de mí, de ir y de no poder? ¿Qué vine a desnudarme para ella, a denudar mi alma, mis miedos, mis recuerdos y lo que no quiero recordar para que me diga que hacer conmigo? ¿Qué vine a que me enseñe a vivir y a que me muestre en dónde se empieza?

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