miércoles, 3 de noviembre de 2010

Madrugada del 4 de noviembre del 2010

Se perdía por la ventana de una de esas cafeterías oscuras y frías dónde se sientan los hombres solos a tomar café, de esas de café hervido y cubos de azúcar. Ni el horrible olor a humedad, ni el cansancio que llevaba en su gabán eran suficientes para detenerlo del todo, su mente volaba en todas direcciones, estaba loca; así ningún cuerdo se lo imaginara al verle la cara a este pobre hombre, él estaba feliz, solo que no se movía, ya no tenía energías para hacerlo, entre las muchas veces que había tenido que levantarse del suelo y el mantener su atención en aquél libro que tenía frente a él, del que había perdido el interés días atrás pero no quiere aceptarlo, ya no tenía nada. Estaba cansado, cansado de todo, quizá de vivir, quizá de levantarse del suelo, quizá de él mismo.
Su mente esperaba ansiosa su llegada, la llegada de él. A ella no le importaba él, lo quería un poquito pero nada más, ella lo esperaba con ansias solo porque sabía, equívocamente como todo en su vida, que con él venía su turno de jugar, su turno de ser feliz. Con él venía esa estúpida idea que había perseguido toda la vida de ser alguien para alguien más que para sí mismo, creyó que él la pondría, por fin, en un pedestal así fuera chiquito en algún lado de su corazón, creyó que él la iba a necesitar y la iba a querer, y eso la hacía morir de orgullo.
Volaba lejos, iba y volvía y no paraba de gritar, era feliz.
Pero el cuerpo, sentado invisible y encartado en ese horrible lugar ya sabía cómo es la vida real (claro, es él quién lleva las cicatrices), llamó a mesera, quien casi no deja de ignorarlo, le pagó el café que ni tocó, sacó energías de no sé dónde, quizá del mismo lugar dónde guarda la resignación, se paró, ató su mente de pies y de manos y se fue, solo, de vuelta a su triste vida normal.